“Y le dijo Jehová: Yo he oído tu oración y tu ruego que has hecho en mi presencia.” El lugar para orar es sin lugar a dudas la presencia del Señor.
Pero debemos cuidar que el lugar donde oramos sea santificado y reverentemente presentado ante Dios.
No siempre se encuentra un lugar así. El fariseo subió al templo a orar (Lucas 18.10), sin embargo, evidentemente, no oró “en la presencia de Dios”. Incluso en el templo, el fariseo no encontró el lugar deseado. Oró en base a su propia estima, pero el hecho de que dejó el templo sin ser justificado era evidencia de que o bien no había orado en absoluto, o que no había orado en la presencia de Dios. Buscar el santuario que la iglesia considera más famoso, estar parado al lado del pequeño cerro llamado Calvario y orar allí, ir al monte de los Olivos y arrodillarse en Getsemaní, no necesariamente nos pone en la presencia de Dios.
Podemos estar en el centro mismo de la reunión de oración y no estar “delante de Dios”. Orar en la presencia de Dios es un asunto más espiritual que el mero hecho de mirar hacia el este o hacia el oeste, o ponerse de rodillas o entrar en paredes consagradas durante siglos. Y no es tan fácil (en realidad es algo que no se puede hacer si no es por el poder del Espíritu Santo), penetrar hasta dentro del velo” (Hebreos 6.19) y estar de pie frente al trono de Dios, consciente y realmente en presencia del Invisible, cumpliendo el mandato de derramar delante de él nuestro corazón (Salmo 62.8). “Delante de él” es el lugar para desahogar el corazón, ¡y bendita la persona que lo encuentra!
Este lugar “delante de Dios” puede encontrarse en la oración pública. La oración de Salomón fue ofrecida en medio de una gran multitud. Los sacerdotes estaban en sus lugares, y los levitas se mantuvieron donde les correspondía. La gente estaba reunida y todos los ejércitos de las tribus de Israel estaban en las calles de la ciudad santa cuando Salomón se arrodilló y clamó con toda su alma a su Dios. Es evidente que Salomón no oró para agradar a la gente ni para impresionarla con su lenguaje elocuente y maravillosa oratoria. Salomón estuvo inspirado para orar delante de Dios.
Aquellos de nosotros que oramos en público debiéramos esforzarnos diligentemente por ser vistos de Dios en secreto mientras los hombres nos oyen en público. Y estoy seguro de que oramos con mucho más poder y eficacia cuando estamos rodeados como por una gran nube, encerrados en el lugar secreto del Altísimo, que cuando estamos orando en voz alta en la asamblea pública del pueblo de Dios. Lo mismo es cierto para todo creyente. No está bien orar en una reunión con la intención de impresionar a alguien importante o pensando en las personas que están presente. El trono de Dios no es lugar para mostrar nuestras habilidades. Un mal aun mayor es usar la oración pública para acusar a otras personas. Con frecuencia he oído insinuaciones hechas por medio de oraciones. Lamento decir que hasta he oído afirmaciones tan críticas y ofensivas que he sentido dolor en el corazón.
Tal procedimiento es censurable e irreverente. Ni siquiera debemos usar las reuniones de oración para rectificar los errores doctrinales, enseñar verdades bíblicas, señalar los errores de ciertos hermanos o acusarlos delante de Dios. Creo que deberíamos orar seriamente por todas estas cosas, pero no como una especie de predicación indirecta y reprensión por medio de la oración. Convertir la oración en una oportunidad para señalar las faltas de otros es un proceder propio del acusador de los hermanos. Nuestra oración debe ser “delante de Dios” para que sea una oración aceptable. Si pudiéramos aislar nuestros ojos, nuestros recuerdos y pensamientos de la presencia de los demás, estaremos realmente orando en presencia de Dios, y eso se puede hacer en público si Dios nos da la gracia. Nuestra oración debe ser: “Señor, abre mis labios, y publicará mi boca tu alabanza” (Salmo 51.15).
La oración delante de Dios puede también ofrecerse en privado, aunque temo que la verdadera oración con frecuencia no se realiza tampoco allí. Tal vez la siguiente escena le resulta familiar. Está orando en privado y se encuentra repitiendo palabras espirituales mientras su corazón divaga. Muchos hemos descubierto que nuestras oraciones se han convertido en un hábito, con el resultado de que hablamos tanto delante de las paredes de la habitación como delante de Dios. No nos hemos percatado de su presencia, no le hemos hablado clara y directamente a él. Es posible que estemos cumpliendo la enseñanza del Salvador en cuanto a cerrar la puerta para orar en privado, y aun así descubrir que hemos estado orando principalmente en nuestra propia presencia mientras que Dios ha estado lejos de nuestra alma.
Es deplorable hablar piadosamente para sí mismo. “Derramo mi alma dentro de mí”, dice David (Salmo 42.4). No se obtiene gran cosa al derramar el alma dentro de sí mismo, orando para nuestro propio corazón. No se logrará vaciarse a sí mismo ni llenarse de Dios. Solamente revuelve lo que más valdría haber dejado como escoria en el fondo.
Mucho mejor es seguir el curso prescrito en el precepto santo: “Derramad delante de él vuestro corazón” (Salmo 62.8). Eleve sus oraciones hacia arriba y permita que se derramen completamente delante de Dios, dejando lugar en su corazón para algo divino y mucho mejor. Derramar el alma dentro de sí mismo no lleva a nada, sin embargo muchas veces eso es a lo que se limita nuestra oración, a una recapitulación personal de deseos sin destello alguno de las provisión divina, un lamento de debilidad sin un atisbo de fuerza, una conciencia de nulidad sin sumergirse en la total suficiencia de Dios.
Recordemos que el punto principal de la súplica no es orar en la presencia de otros ni en la propia presencia, sino presentar la oración delante de Dios.
Es claro que esto significa que la oración debe estar dirigida a Dios. Suena muy simple y, sin embargo, con frecuencia lo olvidamos. Como un niño que juega, tomamos el arco y las flechas las lanzamos en cualquier dirección. La forma verdadera de orar es tomar el arco y las flechas pero no arrojarlas apresuradamente con toda la fuerza. Hay que esperar un poco. Sí, tense la cuerda y acomode la flecha, pero espere, ¡espere! Espere a tener el ojo puesto en el blanco. ¡Espere a ver el centro del blanco con claridad! ¿Por qué disparar si no tenemos nada a que disparar? Espere entonces hasta que sepa lo que debe hacer. Concéntrese en el centro del blanco. Imite el consejo de David para la oración: “De mañana me presentaré delante de ti, y esperaré” (Salmo 5.3), David acomoda la flecha, tensa el arco, apunta al blanco y lanza la flecha. Tenía los ojos en el blanco, por eso acertó con la flecha. Quiera Dios que pudiéramos orar con un objetivo claro.
La oración indefinida es una pérdida de tiempo. Comenzar a orar simplemente porque es la hora de hacerlo nunca servirá. Debemos pensar: Estoy a punto de pedirle a Dios lo que deseo. Voy a hablar con el Rey de Reyes, de quien proviene toda gracia. A él es a quien debo dirigir mi oración. ¿Qué es, entonces, lo que debo pedir de sus manos? ¿Acaso el repetir ciertas palabras de un libro o nuestras propias palabras tiene alguna virtud? Algunos parecen pensar (por sus repeticiones frecuentes del Padrenuestro), que hay un encanto mágico en ese orden sagrado de palabras. Yo le digo con toda solemnidad que podemos repetir esa oración perfecta tanto de atrás para adelante como de adelante para atrás, que si no tenemos el corazón en ello, no nos aprovechará. Si su alma no está mirando a Dios, profana las palabras del Señor y es culpable de pecado. La verdadera oración no tiene nada que ver con las repeticiones sin sentido. Ore claramente a Dios con todas sus facultades. ¡Háblele!
Es esencial que nos esforcemos en la oración para llegar a la presencia de Dios. Podemos afirmarlo de la siguiente manera: Usted no ha orado bien si ha hablado con Dios como un hombre habla con su amigo. Si usted está tan seguro de que Dios está ahí, tal como lo está usted, y tal vez aun más seguro; si usted permanece en él, y él está en usted; y si usted le habla como a alguien a quien no puede ver pero sí percibir mejor que con la vista, ha orado bien. Si le habla como a alguien a quien no puede tocar con la mano pero puede sentir con su naturaleza interior, sabiendo que lo escucha y recompensará su diligente búsqueda, eso es orar y rogar ante un Dios vivo que siente y es movido por lo que usted siente.
Conversará con un Dios tierno que es sensible a todos los sentimientos de su alma. Quiera el Señor que podamos conocer el significado de estar en la presencia del Dios vivo. No es ni un Dios lisiado e impotente, ni un Dios impersonal o muerto, sino que es el Dios verdadero, el Dios en Jesucristo. Si sabemos a quien hablamos, a ese Dios muy cercano a nosotros en la persona del Unigénito, que ha tomado sobre sí mismo nuestra naturaleza, ¡qué oraciones podremos orar! Esa es la verdadera forma de orar. Que el Dios de toda verdad, al hablarnos a cada uno, puede decir con respecto a nosotros lo mismo que dijo de Salomón: “Yo he oído tu oración y tu ruego que has hecho en mi presencia”. Señor, ayúdanos a pasar por las cortes exteriores y entrar al lugar santo para hablar contigo. Señor, líbranos de quedarnos en las palabras de nuestras oraciones, y que podamos traer tu presencia al espíritu de nuestra oración.
¿Desea ingresar en oración verdadera? No pregunte: “¿Qué debo decir?” Dígale a Dios lo que desea decir. ¿Cuál es su deseo? ¿Quiere ser salvo? Ruéguele que lo salve. ¿Quiere ser perdonado? Pídale perdón. Tal vez se pregunte: “¿Qué palabras uso?” No necesita palabras especiales. Si no tiene palabras, mire a Dios. Permita que su corazón piense en lo que desea. Hay música sin palabras, y hay oraciones sin palabras. El alma de la oración es estar en la presencia de Dios y anhelar delante de él. El oye sin sonidos y comprende si explicaciones.
Abra su corazón, mírelo, y pídale que lea lo que usted no puede leer. Suplíquele que en su gran misericordia le dé, no de acuerdo a su propio sentido de lo que necesita, sino a las riquezas de su gracia en Jesucristo. Está orando delante de Dios si tiene conciencia de su presencia. Dios no exige que usted se exprese en palabras. Con una mirada omnisciente, él lee lo que está escrito en su corazón. Saber que él conoce su corazón y rogar en ese espíritu, es orar delante de Dios.
Tomado del libro: El poder de la oración
Nuestro lugar apropiado en la oración - Charles Spurgeon
Posted on miércoles, 28 de noviembre de 2007 by Román in
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